Mi abuelo Curro

    
Mi abuelo Curro, el padre de mi padre, murió en el '89. Yo aún no había cumplido los 11 años y cuando su recuerdo acude a mi memoria emerge siempre su figura de manera plácida, pasiva y sosegada.
Lo veo allí sentado en el balcón de la casa, un cuarto piso desde el que contemplaba la calle, bamboleándose en su añeja mecedora de madera y enea, calzando sus babuchas de rejilla pisadas por el talón, pantalon largo y holgado, y camisa de botones semiabierta donde asomaba su enjuto pecho de vello gris en verano, cubierto por una vieja camiseta de tirantes en invierno.

Desde su atalaya me recibía sonriente, y al besarle recuerdo como me raspaba con su barba de tres días mis rechonchas mejillas, y en ese roce, arrastrar conmigo su penetrable e inolvidable aroma a cigarrillo negro, a Ducados, que inundaba la estancia donde habitaba y que yo recibía con agrado, pues a pesar de lo molesto y repulsivo que pueda ser el olor del tabaco, ayuda a mi memoria a perpetuar y caracterizar su recuerdo, y porque ese era el olor de mi abuelo y yo como cualquier niño feliz que era, quería mucho a mi abuelo.

"¡Aquí están los Cañaillas!" decía cuando nos besaba, y fue de él de quien aprendí que a los de San Fernando se nos dice así, Cañaillas, y este gentilicio tan particular y que tan bien define a mis vecinos y a mi, lo escuché siempre de la boca de mi abuelo, aunque yo no sabía muy bien que significaba por aquel entonces.

De muy pequeño me aupaba en su moto, una Puch amarilla flanqueada con sus dos serones de esparto y en la que ascendíamos por la calle San Francisco hasta la Barriada. Yo iba sentado delante y me agarraba al eje del manillar entre la emoción y el miedo pues era yo todavía muy enano, pero recuerdo esos momentos de manera cálida y clara como lo era entonces aquella soleada mañana. Memorias imborrables que sellan la vida del que escribe y otorga justicia al que con cariño me paseaba.

Tenía el hombre la costumbre de entrelazar los dedos de sus manos mientras comía. Sentado en el comedor y tras llevarse la cuchara a la boca, soltaba el cubierto, ponía ambos codos sobre la mesa y volvía una y otra vez a repetir ese mismo gesto, aquel en el que juntaba sus manos y cruzaba los dedos mientras masticaba absorto mirando la televisión o nos contemplaba sereno mientras comíamos. Yo lo observaba con atención y me contentaba verle esa singular maña que luego raramente he adoptado, pues no sé en que momento comencé a imitarlo, pero a veces me sorprendo en ese mismo gesto que de manera inconsciente lo imita y que da gracia y forma a esta particular herencia que me acompaña en mis comidas y que cuando me sucede digo para mis adentros, "- ¡Otra vez, igual que mi abuelo!"

Los recuerdos que tengo de él son lamentablemente pocos en mis primeros 10 años de vida. La memoria de un niño a esas edades es frágil y retiene apenas tres momentos de lucidez que viven dispersos en mi nebulosa. De lo más importante quizás fue que con mi abuelo conocí por primera vez el lúgubre paso de la muerte en mi familia, y en ese tránsito aprendí que existe un sentido llanto de incomprensión al principio,  acompañado luego de un largo vacío que se convierte posteriormente, en afligido recuerdo.

Puede que fuese eso lo que pensaba o al menos tenía esa sensación extraña cuando tras su entierro, abrí la puerta de su habitación y asomé la cabeza buscando respuestas, contemplando su cama vieja, vestida y vacía.

Ahora recuerdo nítidamente la última vez que lo vi, en fechas muy cercanas a las de su muerte, fue un domingo de visita al Hospital de Mora donde permanecía ingresado. Yo jugaba con mis hermanos sobre la balaustrada que da a la capilla de dicho recinto y él salió de su habitación y bajó al patio a saludarnos.
Este edificio acoge hoy la actual Facultad de Empresariales de Cádiz y en mi época universitaria al entrar de nuevo al patio camino de su biblioteca detuve mis pasos recordando con cariño aquella visita de abril del '89 y el último beso de aquel hombre tranquilo y demacrado, vestido con su pijama de hospital, sin su camisa desabrochada, sin su moto y sus serones, sin su tabaco, sin esperanza apenas ya de seguir siendo mi abuelo... Pero esto último ninguno de los dos lo sabíamos.




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