Aquí hay madera (Relato corto)
Con la
parsimonia que concede la perspectiva del tiempo, he decidido relatar los
hechos que acontecieron tras la muerte de mi padre, considerando útil exponer
la relación de sucesos que dieron sinsentido a una historia nada común.
Como digo,
acababa de fallecer mi padre, tenía 75 años, dejando en el camino viuda
abnegada, desconsolada y algo resentida, tres hijos ya mayores y desapegados y
una larga lista de tareas domésticas pendientes que, en sus últimos tiempos se
habían convertido en el achaque y el azote perfecto de mi madre para, no sólo
alejarlo de la pantalla del ordenador, sino también de disuadirlo de otros
vicios insanos que cultivaba desde edades bien tempranas. Estar siempre detrás
de él convirtió a mi madre en una mujer dependiente y sufrida y a mi padre en
un hombre desocupado y relajado al que ella había entregado toda su vida.
Llevaban
casados casi 49 años, así que les faltó muy poquito para llegar a las anheladas
bodas de oro con las que se ilusionaba mí madre, una meta ya imposible de
cumplir si mi padre, un ocioso jubilado con una modesta pensión no hubiese
descuidado su corazón y sus riñones a base de tabaco y tintos de cartón.
En el
rigor que infunde un día de sepelio, conduciendo hacia casa con ánimo contrito
y pensamiento ensimismado oía el run-run de mi madre que mascullaba planes
futuros ahora que en su horizonte más cercano la soledad emergía como fiel
acompañante y ésta ocuparía su corto plazo como oportuna plañidera.
Llevaba la
mujer en su regazo un marquito de 15x20 con el retrato del difunto y entre sus
puños un clínex ya bien arrugado y moqueado y un par de claveles que había
arrancado de una de las coronas de flores que daban lustro al féretro y
pomposidad a la ceremonia.
Al llegar
a casa enfiló el pasillo hacia su dormitorio, sentada en la cama por el lado de
mi padre, colocó las flores y el retrato en su mesita de noche, y armó un
improvisado altar en el que también dispuso de una pequeña velita que ya lucía
encendida. Y es que fue mi madre siempre de tradiciones bien arraigadas y muy
sentida ella en todo lo que hacía.
Sin querer interrumpirla en su entregada ceremonia la miraba sollozar
mientras
seguía
farfullando.
Acariciando
con cariño la mesita, como si ésta necesitase también de consuelo, y
descansando su mano sobre el mármol que corona el pequeño pero vetusto mueble
de robusta caoba se dirige a mí que la observo desde la puerta, y esta vez con
intención de hacerse escuchar me mira y me dice:
—No
quiero seguir con estos muebles —comenta sin levantar la vista. Enfatizando sus lúgubres palabras añade—, creo que ha llegado el
momento de cambiarlo todo, porque todo me recordará a tu padre y no soportaría
estos cajones llenos de recuerdos, y estos cuadros y esta decoración y este
color en las paredes, hasta su aroma lo invade
todo —insiste, mientras abarca con su mirada
toda la habitación—. No, no puedo. No me hará bien conservarlos.
—Si es lo que deseas mamá, no me parece mala idea, comprasteis
estos muebles cuando os casasteis, hoy en día las cosas no duran para toda la
vida, ni tienen además por qué.
Mi madre llora, quizás haya encontrado
un doble sentido en mis palabras.
—¿Y qué podemos hacer con ellos? —pregunta—. Me gustaría donarlos, me consuela
pensar que le pudiese dar uso cualquier criatura necesitada.
—No se mamá, aparentemente no están mal, y aunque son buenos
muebles de los que apenas se fabrican ya, hay algún que otro cajón desvencijado
y las puertas del armario no cierran bien, se ven descuadradas, además tienen
un par de visibles arañazos, estaría feo regalarlos así y mucho menos venderlos
como muebles de segunda mano, por lo que si tu intención es deshacerte de ellos
pronto, lo mejor sería llamar al servicio de recogidas de enseres del
ayuntamiento y que ellos se encarguen de su reciclaje o de su destrucción o de
disponer de ellos como les venga en gana.
Al oír
esto mi madre vuelve a llorar.
—¿Lo dices
en serio? Que pena de mis muebles en la basura —replica compungida—. Mira, aquí en el cajón de los calcetines escondía tu padre el carné del partido cuando todavía era una organización
clandestina. Yo
enfermaba cada vez que le guardaba su ropa interior y me lo encontraba, con lo revuelta que estaban las cosas por aquel entonces.
—Hace una pausa solemne y continúa—. En esta
esquinita entre el somier y el colchón le encontré una vez una carta de una
antigua novia con la que se hablaba antes de casarse conmigo. Aquello me dolió
mucho —Mirando hacia el armario señala y dice—, y ya sabes tú lo que te revelaron las baldas esas de ahí arriba al tirar de las sábanas unas navidades. Se te cayó de
golpe todo el mito, ¿Verdad? En fin, recuerdos
que duelen, si, quizás sea lo mejor, llamar al servicio de retirada de muebles,
ellos sabrán cómo se pueden aprovechar estas
maderas. Mientras tanto y hasta que recomponga esta habitación dormiré en la cama
de tu hermano.
Dicho y
hecho, un par de días más tarde, con su corazón primero enlutado, y ahora
encogido, me ayudaba mi madre a depositar con cariño todo el viejo mobiliario
en el pequeño rellano de arena que se encuentra frente al portal del edificio,
es ahí donde aprovechando un pequeño retranqueo que tiene el acerado por el
derribo de una antigua vivienda, pueden parar los camiones del servicio de
recogidas con comodidad. Y allí con tristeza y melancolía colocó mi madre sus
ajados bienes materiales de los que tanto le costaba desprenderse por culpa de
un desarrollado apego que yo difícilmente comprendía.
Al subir a
casa lo primero que hizo fue asomarse a la ventana para echarles una última
ojeada, y maldijo las nubes que no con poca guasa encapotaron el cielo
amenazando con descargar agua.
El perro
del vecino que paseaba unas horas más tarde por el empedrado de dicho solar
levantó la patita sobre los cajones del sinfonier, mi madre volvió a maldecir.
Durante la
noche, yo que la acompañaba durante estos primeros días de viudedad, la oí
levantarse en más de una ocasión con la única intención de asomarse y echar un
ojo custodio a sus viejas pertenencias y en una de estas veces comprobó como un
nocturno amigo de lo ajeno desarmaba los tiradores de las puertas y cajones con
un destornillador. Casi me divertía oírla descargar improperios sobre esta
criatura de Dios que se dedicaba a mutilar sus muebles.
En la
mañana, de camino al colegio, un grupito de niños saltaba sobre el viejo
colchón y uno de ellos tumbó de una firme patada una de las mesitas que, al
volcar, arrojó al suelo un viejo escapulario que no había mi madre acertado a
conservar entre sus cosas. Rauda, se apresuró a bajar a la calle y recogerlo y
aprovechó para poner la mesita en pie e incluso colocar bien algunos otros
enseres “malheridos” en la batalla con la intemperie, vejados por el mundo
cruel. Cuando volvió le dije:
—Mamá
tómate el café y deja ya la ventana anda, que pareces la vieja del visillo, tan
pendiente de los muebles. que más te da ya...
—Me da
mucha pena que estén mis cosas en la calle, ahí abandonadas, con los recuerdos
que me vienen. Quiero que los recojan pronto porque cada vez que me asomo no
sólo veo mis muebles, sino que veo pasar toda mi vida con ellos, además no me
gusta observar cómo los maltratan. Al menos anoche no llovió.
Y fue
entonces cuando nos sentamos a desayunar, servidos delante de la tele café y
tostadas apareció como caído del cielo ese documental sobre un conocido
ebanista ghanés que se dedica a construir pintorescos y coloridos ataúdes en
multitud de estilos y temáticas, ataúdes con forma de vehículos, algunos con
forma de juguetes, otros de figuras de animales, etc., con la intención de
colmar el último deseo del difunto o para darle homenaje a toda una vida
significativa. De esta manera convierten el paso al más allá en un acto
continuista con la propia vida y consiguen no solo aliviar el dolor sino
despojarse de la solemnidad y el luctuosismo con el que nosotros lo vivimos.
Esta tradición que se practica en Ghana desde mediados del siglo pasado, está
empezando a exportarse ya a diferentes países europeos, construyendo féretros
bajo petición de algún que otro adinerado estrafalario, decía el reportaje.
Mi madre
no era ni estrafalaria ni adinerada, más bien todo lo contrario, una sentida
mujer sacrificada por y para los demás, con pocas ilusiones en la vida, entre
las que se encontraban sin duda cuidar de sus gentes y de todas sus cosas con
verdadero cariño y entrega, aunque fuese esta materia inerte y perecedera, dar
amor con sentimiento y pasión, una nostálgica que vivió con añoranza el resto
de sus días.
Ahora
recuerdo susurrarle al oído aquella misma mañana, mirándole a los ojos y
cogiéndole una mano, medio en serio medio en broma, una chistosa promesa…
Y aquí la tengo ahora, cinco años después de esta particular historia, vestida toda de blanco, deditos entrelazados, corona de flores y un fuerte olor a naftalina…
¡Enterrada
en el armario!
- Relato presentado al L Concurso Literario Puente Zuazo -
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