Con el norte de mi brújula borrado y el juicio secuestrado, anduve largo camino dando tumbos.
La oralidad intentaba erigirse como la mejor aliada del discernimiento y aunque respuestas no faltaban, en alguíen como yo desentrenado en el uso de la palabra dicha, empecé a sentirme más cómodo acudiendo a lo ficticio para encontrar mi propia realidad.
Casí sin querer retomé antiguos bálsamos que menguaban mis fiebres y entendí no sin esfuerzo donde estaba la cura de mis excesos.
Escribía, escribía y escribía y tambíen leía, leía y leía, una actividad a la que me lancé con gran entusiasmo y que me sacaba del atolladero mental en el que me encontraba.
Y al escribir abría en canal mis entrañas, me entregaba, me vaciaba, me exponía, y mi letra me sostenía.
Y al leer me evadía y al evadirme soñaba y el soñar me travestía de aventuras y experiencias que acababan sanando mi alma.
Y en ese estado de ánimo reconfortante encontraba en mi entorno nuevos estímulos para creer en lo que la vida me ofrecía y que yo comencé a aceptar igual que sucedía en los argumentos de las diferentes novelas que devoraba, donde uno acataba los hechos tal y como eran, identificándose en muchas ocasiones con ellos y con los protagonistas de aquellas historias tan particulares.
Por ende, las similitudes y respuestas que encontraba iban ordenando los sucesos que antes me angustiaban y que ahora aceptaba calmado como capítulos de mi propia historia.
Ahora que me voy reconociendo, es justo motivo decir que la escritura y la lectura en aquella época atormentada de mi vida, a mi me salvó.
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